Levanto los ojos hacia la lluvia, una lluvia de humo y hastío que no moja, solo consume y quema, tiembla y se queja de ser agua o tiniebla. Elevo la mirada y te observo encendida, casi de fuego, me invento el liviano recuerdo de tu rostro. La lluvia me moja y me inflama, solo lo suficiente para humedecer la memoria.
Y así empapado, corro calle abajo, a buscarte, escucho el sonido de las pisadas sobre el adoquín mojado. Cierro los ojos para sentir tu geografía dibujada: aquella penumbra que late en tu antigua desnudez. Sabe a memoria y saliva tu recuerdo.
Llego, y nada se mueve, la lluvia se queda estática, como alfileres de agua o ceniza, las horas, el tiempo, mi corazón, no se mueven: he llegado al umbral de tu puerta que ahora es astilla que quema. Mi mano en alto, a punto de tocar tu puerta, y todo empieza a moverse repentinamente. Arde la lluvia que me empapa.
Me regreso ignoto y callado, con las manos en los bolsillos y los pies ciegos, con la sed de gritar adentro de tus ojos. Vuelvo el rostro y casi te miro en la ventana, nadie me ve, nadie, la calle desierta, solo la lluvia sigue mojando mi memoria…
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