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El Frasco|Cuento

En la tumba, los arqueólogos encontraron un frasco sellado herméticamente por las arenas del tiempo. Se miraron, y entendieron paralelamente que aquello era lo que habían venido buscando por años. Sus ojos octogenarios casi lloraron de alegría. Trataron de abrirlo primero de la manera formal, con esfuerzo y aplicando una fuerza de torque, pero les fue imposible. Luego utilizaron una resina a base de aceites transeúntes, recogidos en África Central, pero resultaba muy difícil abrirlo.

Sabían perfectamente lo que el misterioso frasco contenía, lo sabían por el peso, la forma, incluso por ese ruido de viscosidad volátil que escucharon al agitarlo, ya lo habían oído antes. Aquella vez, algo mayores que ahora, abrieron el frasco y los vapores de su interior los inundó por completo, se introdujeron por cada poro de sus vetustos cuerpos, produciéndoles un ardor en ojos y garganta, así como una taquicardia amplificada por el aumento de temperatura en sus cuerpos, los hizo revolcarse por el suelo y toser hasta casi perder el aliento, pero luego de los temblores y fiebre momentánea, todo quedó en completa calma, y la sorpresa los invadió por entero, pues no podían creer lo que sus ojos percibían: miraron atónitos a sus compañeros de juventud, los mismos con quien habían compartido las aulas universitarias hace ya tantos años, se vieron con pelo negro es sus cráneos, sin arrugas, ni la necesidad de utilizar lentes. Habían sido tocados por el vaho de un dios que les borró la senilidad y les devolvía una juventud resurrecta, incrustada en el fondo de aquel frasco.

Ahora tenían un frasco igual en sus desgastadas manos, la oportunidad de seguir viviendo, de hacer más cosas, claro, mejoradas por el cúmulo de experiencia reunida, se sentían en la cima, con la vanidad y la arrogancia impropias para un viejo. Sus corazones empezaron su precoz estampida al escuchar el sonido que les informaba que la botella se abrió, se miraron a los ojos, sudorosos, y con una sonrisa marcada por la emoción, lentamente volvieron a girar la tapa hacia su nueva juventud.

Al abrirla por completo las emanaciones les pegó de lleno en la cara, pero notaron algo diferente, el calor de antaño se iba tornando en frío y la taquicardia inicial era aplacada y frenaba lentamente los latidos de sus mohosos y ambiciosos corazones. El pánico hizo su presencia, cuando al mirarse las manos, llenas de manchas que la edad marcó, iban perdiendo su sustancia, sentían que lo mismo les sucedía a sus rostros y a su cuerpo entero. Alargaron sus dedos, como señalando al rostro de su compañero, únicamente para advertir que ya no existía carne en ellos, mirando perplejos, aflorar la blancura de sus huesos, sus dientes, sus costillas.

Entendieron, en el último instante, que el frasco era antónimo al anterior y que estaba esperando por años, en ese mar de arena y soledad, por aquellos que osaron profanar a su hermano.

©Patricio Sarmiento Reinoso


el frasco

En la tumba, los arqueólogos encontraron un frasco sellado herméticamente por las arenas del tiempo. Se miraron, y entendieron paralelamente que aquello era lo que habían venido buscando por años.Sus ojos sexagenarios casi lloraron de alegría. Trataron de abrirlo primero de la manera formal, con esfuerzo y aplicando una fuerza de torque, pero les fue imposible. Luego utilizaron una resina a base de aceites transeúntes, recogidos en África Central, pero resultaba muy difícil abrirlo. 

Sabían perfectamente lo que el misterioso frasco contenía, lo sabían por el peso, la forma, incluso por ese ruido de viscosidad volátil que escucharon al agitarlo, ya lo habían oído antes.Aquella vez, algo mayores que ahora, abrieron el frasco y los vapores de su interior los inundó por completo, se introdujeron por cada poro de sus vetustos cuerpos, produciéndoles un ardor en ojos y garganta, así como una taquicardia amplificada por el aumento de temperatura en sus cuerpos, los hizo revolcarse por el suelo y toser hasta casi perder el aliento, pero luego de los temblores y fiebre momentánea, todo quedó en completa calma, y la sorpresa los invadió por entero, pues no podían creer lo que miraban.Miraron atónitos a sus compañeros de juventud, los mismos con quienes habían compartido las aulas universitarias hace ya tantos años. Se vieron con pelo negro es sus cráneos, sin arrugas, ni la necesidad de utilizar lentes. Habían sido tocados por el vaho de un dios que les borró la senilidad y les devolvía una juventud resurrecta, incrustada en el fondo de aquel frasco. 

Ahora tenían un frasco igual en sus desgastadas manos, la oportunidad de seguir viviendo, de hacer más cosas, claro, mejoradas por el cúmulo de experiencia reunida, se sentían en la cima, con la vanidad y la arrogancia impropias para un viejo. Sus corazones empezaron su precoz estampida al escuchar el sonido que les informaba que la botella se abrió, se miraron a los ojos, sudorosos, y con una sonrisa marcada por la emoción, lentamente volvieron a girar la tapa hacia su nueva juventud. Al abrirla por completo las emanaciones les pegó de lleno en la cara, pero notaron algo diferente, el calor de antaño se iba tornando en frío y la taquicardia inicial era aplacada y frenaba lentamente los latidos de sus mohosos y ambiciosos corazones. El pánico hizo su presencia, cuando al mirarse las manos, llenas de manchas que la edad marcó, iban perdiendo su sustancia, sentían que lo mismo les sucedía a sus rostros y a su cuerpo entero. Alargaron sus dedos, como señalando al rostro de su compañero, únicamente para advertir que ya no existía carne en ellos, mirando perplejos, aflorar la blancura de sus huesos, sus dientes, sus costillas. Entendieron, en el último instante, que la botella era la antónima a la anterior y que estaba esperando por años, en ese mar de arena y soledad, por aquellos que osaron profanar a su hermana.
 

©Patricio Sarmiento Reinoso

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