Y miraba complacida cómo se quemaba en esa silla de muerte. Tras el grueso ventanal, observaba sintiendo una presión en el pecho, al hombre que se retorcía por el paso de la electricidad en su cuerpo. “Al fin” pensaba, y hasta parecía percibir el olor de la carne quemada. Ni siquiera sentía la presencia de gente a su alrededor, era como si estuviera sola.
Recordó aquella noche, cuando escapó de él y se encerró en su cuarto.Su madre no se encontraba en casa, pues se hacía el turno nocturno en el hospital del pueblo, donde trabajaba como enfermera. Trató de contarle antes que su “novio” la acosaba, pero no le creyó y hasta se enfureció con ella por decir tanta mentira.
Al inicio parecía buena persona, venía vestido de traje, le llevaba flores a su madre y chocolates a ella. Pero todo cambió cuando se mudó a casa. Su madre parecía como flotando, como tratando de sellar la partida de su padre. Era cierto, tenía derecho a rehacer su vida, trataba de superar cotidianamente la muerte de su esposo. Ese maldito accidente. Si su padre estuviera con ella.
El acoso era constante. Él la miraba de soslayo y sonreía maliciosamente, ella lo esquivaba, trataba de entender a su madre y no quería verla derrumbada como antes. No quería quitarle la felicidad.
Esa noche, se acercó con esa camiseta sudada y levantada, mostrando su ombligo mugroso y peludo en esa panza cervecera. Miraba televisión en el sofá, y él se sentó muy cerca. Se puso nerviosa y trató de retirarse, pero él con la fuerza de un animal, logró agarrarla y atraerla hacia él, le tocó la espalda y los senos, mientras acercaba su aliento de cerdo a su cara, ella se resistía y gritó, pero no había nadie en casa, le propinó una mordida en el rostro que le hizo saltar sangre y lágrimas, logró salir de sus fauces y corrió despavorida escaleras arriba, cerró la puerta tras de ella, pasó el seguro y se sentó tras la puerta con el corazón reventándole en el pecho. Lloró.
Escuchó sus pasos, y le taladró su amenaza en las sienes ¡Si le dices a tu madre! ¡Te Mato! Mecánicamente retrocedió hasta tropezar con la cama, se sentía totalmente indefensa y no dejaba de temblar. Él, con la fuerza de un ciclón, pateó la puerta haciendo saltar el seguro, y se acercó lentamente con esa misma tétrica sonrisa. Se paró en la mitad de la habitación: “Venga mija si no le voy a hacer daño”. Notó que llevaba un cuchillo de cocina en la mano, pues le cegó el reflejo del acero. Ella agarró lo primero que estaba cerca, y cuando él se abalanzó le estampó el florero en la cabeza. Él cayó al piso, pero no sin antes propinarle una puñalada. Cuando se incorporó y la miró herida en el suelo, huyó como lo hacen los cobardes.
Fue muy rápido todo, no sentía dolor. Llevó sus manos hacia donde le quemaba, alzó la cabeza y las miró rojas, con un rojo violáceo y opaco a la luz de la luna, única testigo del ataque. Se apretó fuerte la herida, y tuvo la fuerza suficiente para arrastrarse y llegar al teléfono del pasillo, llamó a su madre y le contó lo ocurrido. La ambulancia llegó veinte minutos más tarde. La hallaron aun con vida.
Tres semanas después, la policía encontró al hombre y lo llevó a la justicia. Su madre puso la denuncia, y las pruebas lo hallaron culpable.
Ahora, recordaba todo lo que pasó con una claridad única, recordó su viaje en la ambulancia, la falta de aire, el frío, aquella luz y cómo se observó a ella misma tendida en esa camilla con la herida mortal en un costado. Ahora podía partir, se sentía liberada, podía dar el paso, luego de advertirque su atacante fue castigado. En el instante justo, cuando él se miró aterrado a sí mismo, carbonizado en esa silla, asustado, como flotando y sin entender qué le había pasado. Ella se asió del brazo del que se encontraba a su lado. “Ahora podemos irnos papá”.
©Patricio Sarmiento Reinoso