Te invento mujer, en un quejido desquiciado, casi clandestino y errante, te mezclo con estrellas de miel o labios, para formar una masa infinita que resplandece y cede al tacto, con la cual me unto los ojos, los pies, el silencio, convocando tu piel transparente: mi Edén.
¿Quién dijo que provienes de costilla alguna? Pues desciendes del sol, de las raíces del universo, de la eternidad de un segundo, pero provienes también de mis latidos trasnochados y sedientos, mujer de aluminio o marfil, quiero saborear el idioma de tu pelo: aquel bosque de pequeños relámpagos apagados.
Te invento mujer prodigio, livianísima lluvia de palomas convertida en beso, mujer de estertores nocturnos, que tiñen de fuego y temblores minerales mis sentidos, te inventaré descalzo cuando tu volcán en flor me lo pida, cuando tu deseo crepite, y evapore la necesidad de mi cuerpo perdido.