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Agua y Memoria

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Levanto los ojos hacia la lluvia, una lluvia de humo y hastío que no moja, solo consume y quema, tiembla y se queja de ser agua o tiniebla. Elevo la mirada y te observo encendida, casi de fuego, me invento el liviano recuerdo de tu rostro. La lluvia me moja y me inflama, solo lo suficiente para humedecer la memoria.

Y así empapado, corro calle abajo, a buscarte, escucho el sonido de las pisadas sobre el adoquín mojado. Cierro los ojos para sentir tu geografía dibujada: aquella penumbra que late en tu antigua desnudez. Sabe a memoria y saliva tu recuerdo.

Llego, y nada se mueve, la lluvia se queda estática, como alfileres de agua o ceniza, las horas, el tiempo, mi corazón, no se mueven: he llegado al umbral de tu puerta que ahora es astilla que quema. Mi mano en alto, a punto de tocar tu puerta, y todo empieza a moverse repentinamente. Arde la lluvia que me empapa.

Me regreso ignoto y callado, con las manos en los bolsillos y los pies ciegos, con la sed de gritar adentro de tus ojos. Vuelvo el rostro y casi te miro en la ventana, nadie me ve, nadie, la calle desierta, solo la lluvia sigue mojando mi memoria…

©Patricio Sarmiento Reinoso

FOTOGRAFIA DE CAL REDBACK


Errante…

 

Me suspendo en la noche, con una cuerda de cristal atada a mi pecho. Soy un clavo huérfano de crepúsculo, una piedra nocturna que no respira ni siquiera cenizas, un vidrio bohemio y enmohecido de silencio, un estertor sin saliva.

Vago errabundo, con el corazón deshabitado, sobre las horas enconadas del día. Llego a la puerta de tu casa y no me atrevo a tocar, siento mil hojas de navaja cortando la sangre negra de mi torrente, un frío vertical, una penumbra con el salobre color del olvido.

Le doy la vuelta a los segundos que pasan, ansío beber tus ojos nuevamente, ansío tu perfume congelado en mi garganta, tus pechos resurrectos sobre los míos. Sé que no sucederá nunca más. Te fui infiel. No perdonarás.

Regreso con el pecho despeñado, con la desvanecida cerrazón de tu recuerdo escudriñando mi sombra. No miro hacia atrás, pero sé que algún ojo me miró la espalda caída. Tal vez ella. Tal vez…

 

©Patricio Sarmiento Reinoso


El Informe (Cuento)

Es inmenso el mar” piensa, mientras lo toca con el dorso de las pupilas, escudriña la grandiosidad del firmamento que, a lo lejos, parece fundirse con el eterno oleaje, en una horizontal mirada de eternidad en aquel vasto rojo y espeso ocaso. Mira ahora al ahogado, inerte, como en espera de que lo lleven a enterrar, si pudiera le preguntaría dónde quisiera que lo entierren, seguro le contestaría que no lo molesten, que se siente a gusto allí, movido por las olas, sintiendo el dulce cosquilleo de la arena, pero se calla antes de hablar. ¡Loco! Le hubieran dicho, hablándole a un muerto. Si supieran que simplemente se adelantó.

Imprime órdenes a sus sub alternos dirigiendo la investigación, que tomen huellas, que recaben evidencia, que trasladen el cuerpo a la morgue; escucha los llantos sordos de la familia que se mezclan con la espuma blanca de las olas, mira las cintas amarillas de prohibido el paso y conversa con la gente del lugar, Estaba muy contento, le cuentan, hacía gala de ser un excelente nadador, nos dijo que nadaría de aquí a la eternidad y regresaría. Mira de reojo el cuerpo tendido y observa esa leve sonrisa en su rostro inerte, irradiaba una leve ternura, carecía del característico color tantas veces visto por él: la muerte.

Luego de anotar todo en una oxidada cartilla con jeroglíficos que ni él mismo entendería después, el Inspector se aleja de la escena, con la intención de redactar el informe final del suceso: Un accidente que, por exceso de confianza del hombre, hace que se adentre en el mar, no le alcanzan las fuerzas para retornar y se ahoga en el intento. Fin. “Que nadaría de aquí a la eternidad”. Pendejo.

Se estaba quedando dormido cuando escucha el teléfono, se mueve muy cuidadosamente para no despertar a su mujer y contesta al segundo timbre, Disculpe que lo moleste Jefe pero no va a creer lo que sucedió, el muerto, el de la playa, iban a abrirlo en la morgue para la autopsia, cuando de pronto empezó a toser y a respirar, en definitiva ¡Resucitó!, lo llevaron a emergencias y lo tienen en observación, Dile a ese hijueputa que se vuelva a morir porque yo ya pasé mi informe. Cuelga violentamente el teléfono. “Que nadaría de aquí a la eternidad” piensa, mueve la cabeza y sonríe. Se vuelve a dormir.

 

©Patricio Sarmiento Reinoso


El Frasco|Cuento

En la tumba, los arqueólogos encontraron un frasco sellado herméticamente por las arenas del tiempo. Se miraron, y entendieron paralelamente que aquello era lo que habían venido buscando por años. Sus ojos octogenarios casi lloraron de alegría. Trataron de abrirlo primero de la manera formal, con esfuerzo y aplicando una fuerza de torque, pero les fue imposible. Luego utilizaron una resina a base de aceites transeúntes, recogidos en África Central, pero resultaba muy difícil abrirlo.

Sabían perfectamente lo que el misterioso frasco contenía, lo sabían por el peso, la forma, incluso por ese ruido de viscosidad volátil que escucharon al agitarlo, ya lo habían oído antes. Aquella vez, algo mayores que ahora, abrieron el frasco y los vapores de su interior los inundó por completo, se introdujeron por cada poro de sus vetustos cuerpos, produciéndoles un ardor en ojos y garganta, así como una taquicardia amplificada por el aumento de temperatura en sus cuerpos, los hizo revolcarse por el suelo y toser hasta casi perder el aliento, pero luego de los temblores y fiebre momentánea, todo quedó en completa calma, y la sorpresa los invadió por entero, pues no podían creer lo que sus ojos percibían: miraron atónitos a sus compañeros de juventud, los mismos con quien habían compartido las aulas universitarias hace ya tantos años, se vieron con pelo negro es sus cráneos, sin arrugas, ni la necesidad de utilizar lentes. Habían sido tocados por el vaho de un dios que les borró la senilidad y les devolvía una juventud resurrecta, incrustada en el fondo de aquel frasco.

Ahora tenían un frasco igual en sus desgastadas manos, la oportunidad de seguir viviendo, de hacer más cosas, claro, mejoradas por el cúmulo de experiencia reunida, se sentían en la cima, con la vanidad y la arrogancia impropias para un viejo. Sus corazones empezaron su precoz estampida al escuchar el sonido que les informaba que la botella se abrió, se miraron a los ojos, sudorosos, y con una sonrisa marcada por la emoción, lentamente volvieron a girar la tapa hacia su nueva juventud.

Al abrirla por completo las emanaciones les pegó de lleno en la cara, pero notaron algo diferente, el calor de antaño se iba tornando en frío y la taquicardia inicial era aplacada y frenaba lentamente los latidos de sus mohosos y ambiciosos corazones. El pánico hizo su presencia, cuando al mirarse las manos, llenas de manchas que la edad marcó, iban perdiendo su sustancia, sentían que lo mismo les sucedía a sus rostros y a su cuerpo entero. Alargaron sus dedos, como señalando al rostro de su compañero, únicamente para advertir que ya no existía carne en ellos, mirando perplejos, aflorar la blancura de sus huesos, sus dientes, sus costillas.

Entendieron, en el último instante, que el frasco era antónimo al anterior y que estaba esperando por años, en ese mar de arena y soledad, por aquellos que osaron profanar a su hermano.

©Patricio Sarmiento Reinoso


Liberación (cuento)

Y miraba complacida cómo se quemaba en esa silla de muerte. Tras el grueso ventanal, observaba sintiendo una presión en el pecho, al hombre que se retorcía por el paso de la electricidad en su cuerpo. “Al fin” pensaba, y hasta parecía percibir el olor de la carne quemada. Ni siquiera sentía la presencia de gente a su alrededor, era como si estuviera sola.

 Recordó aquella noche, cuando escapó de él y se encerró en su cuarto.Su madre no se encontraba en casa, pues se hacía el turno nocturno en el hospital del pueblo, donde trabajaba como enfermera. Trató de contarle antes que su “novio” la acosaba, pero no le creyó y hasta se enfureció con ella por decir tanta mentira.

 Al inicio parecía buena persona, venía vestido de traje, le llevaba flores a su madre y chocolates a ella. Pero todo cambió cuando se mudó a casa. Su madre parecía como flotando, como tratando de sellar la partida de su padre. Era cierto, tenía derecho a rehacer su vida, trataba de superar cotidianamente la muerte de su esposo. Ese maldito accidente. Si su padre estuviera con ella.

 El acoso era constante. Él la miraba de soslayo y sonreía maliciosamente, ella lo esquivaba, trataba de entender a su madre y no quería verla derrumbada como antes. No quería quitarle la felicidad.

 Esa noche, se acercó con esa camiseta sudada y levantada, mostrando su ombligo mugroso y peludo en esa panza cervecera.  Miraba televisión en el sofá, y él se sentó muy cerca. Se puso nerviosa y trató de retirarse, pero él con la fuerza de un animal, logró agarrarla y atraerla hacia él, le tocó la espalda y los senos, mientras acercaba su aliento de cerdo a su cara, ella se resistía y gritó, pero no había nadie en casa, le propinó una mordida en el rostro que le hizo saltar sangre y lágrimas, logró salir de sus fauces y corrió despavorida escaleras arriba, cerró la puerta tras de ella, pasó el seguro y se sentó tras la puerta con el corazón reventándole en el pecho. Lloró.

 Escuchó sus pasos, y le taladró su amenaza en las sienes ¡Si le dices a tu madre! ¡Te Mato! Mecánicamente retrocedió hasta tropezar con la cama, se sentía totalmente indefensa y no dejaba de temblar. Él, con la fuerza de un ciclón, pateó la puerta haciendo saltar el seguro, y se acercó lentamente con esa misma tétrica sonrisa. Se paró en la mitad de la habitación: “Venga mija si no le voy a hacer daño”. Notó que  llevaba un cuchillo de cocina en la mano, pues le cegó el reflejo del acero. Ella agarró lo primero que estaba cerca, y cuando él se abalanzó le estampó el florero en la cabeza. Él cayó al piso, pero no sin antes propinarle una puñalada. Cuando se incorporó y la miró herida en el suelo, huyó como lo hacen los cobardes.

 Fue muy rápido todo, no sentía dolor. Llevó sus manos hacia donde le quemaba, alzó la cabeza y las miró rojas, con un rojo violáceo y opaco a la luz de la luna, única testigo del ataque. Se apretó fuerte la herida, y tuvo la fuerza suficiente para arrastrarse y llegar al teléfono del pasillo, llamó a su madre y le contó lo ocurrido. La ambulancia llegó veinte minutos más tarde. La hallaron aun con vida.

 Tres semanas después, la policía encontró al hombre y lo llevó a la justicia. Su madre puso la denuncia, y las pruebas lo hallaron culpable.

 Ahora, recordaba todo lo que pasó con una claridad única, recordó su viaje en la ambulancia, la falta de aire, el frío, aquella luz y cómo se observó a ella misma tendida en esa camilla con la herida mortal en un costado. Ahora podía partir, se sentía liberada, podía dar el paso, luego de advertirque su atacante fue castigado. En el instante justo, cuando él se miró aterrado a sí mismo, carbonizado en esa silla, asustado, como flotando y sin entender qué le había pasado. Ella se asió del brazo del que se encontraba a su lado. “Ahora podemos irnos papá”.

©Patricio Sarmiento Reinoso


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